Recuerdo que mi infancia no fue triste,
tampoco leía mucho más que cómics,
pero siempre que un compañero tenía hambre
le daba un trozo de mi bocadillo.
En cambio, hoy en día,
como dice Chesán: toda persona
es una prisión de banalidades.
Defendemos la cultura
como una trinchera vacía,
ajenos al hambre y al dolor,
al precio absurdo del alquiler,
o de la luz, como si viviéramos
obsesionados con el valor de la muerte.
Así, a tumba abierta, escribo con el fin
de que mis versos sean una fuerza viviente, una voz
en un océano de experiencia colectiva,
que aunque no sacie el hambre, ni calme la sed,
traspase las paredes y las pantallas,
los barrotes de nuestra celda voluntaria,
para decirte: no estás sola.