No somos creadores de conceptos
(la filosofía nos viene grande),
somos el calor de la lumbre y
el resplandor fugaz en la oscuridad;
la deriva como ruta y salvavidas,
el delirio consciente y la música
que entona a gritos el silencio;
somos también
la verdad incómoda y la fe en lo innombrable,
que la primavera enseña al trigo verde;
somos la consciencia de lo diminuto,
las flores rosas que llora el cerezo,
la espuma que vomita el mar y
el dibujo que deshacen sus olas en la arena;
somos la mano que agarra al náufrago,
el pan compartido y la ronda pagada,
la elección reflexiva y la acción pasional:
somos los que elegimos la bondad.
Por eso somos
el vaso lleno de esperanza y las canciones
que entonamos ebrios de felicidad
esas noches en las que incendiamos los cielos.
La pluma que no teme al machete,
ni al dólar, ni a Dios, porque
ninguno vale más que aquellos que amamos,
aquellos en los que podemos confiar.
Somos la memoria colectiva,
la biblioteca invisible que solo puedes visitar
si eres libre,
realmente libre
y no has perdido
la capacidad de imaginar.
Somos todo aquello
que suele pasar desapercibido entre la multitud
el maniquí desnudo, el bar cerrado,
el mendigo al que nadie ve y
la tristeza de a quien todo le va bien.
Somos soledad orgullosa
y somos deseo voraz.
Somos tanto y somos tan poco
si nos faltas tú.
Porque la vida -si lo piensas-
está a un paso del precipicio
y la muerte nunca hace prisioneros;
como mucho -si tienes el valor suficiente-
te permite ser como quieras ser.
Así que no lo olvides,
tatuátelo en el alma si es necesario:
el último deseo antes del fusilamiento
nos puede durar toda la vida.