Pensar en la muerte, desear
aplicarse de una vez su bálsamo definitivo,
tomarse la medicación de ese insensible psiquiatra,
apagar las mañanas que despiertas
más muerto que vivo, ajeno a la luchas diarias,
derrotado antes de abrir los ojos en ceniza;
quemar los libros, que arda todo
en la fiebre del adiós, y marcharse
sin despedida, ni explicaciones,
solo
con una sonrisa y el ceño tranquilo
como quien emprende un viaje anunciado
y demasiado tiempo pospuesto.
Un último viaje allá donde sople el viento
y el polvo se esparza en blanca nube,
allí donde imaginar en el silencio
la forma de un último suspiro.