No nos basta con contemplar
la irremediable finitud de los días,
su oscura profecía.
Ni siquiera percibir
cómo lentamente
la sangre va adquiriendo
un negro hedor a futuro y muerte.
Las alarmas desatadas
chillan como bebés condenados
a una yerma rectitud de cruces sin nombre.
Pero la gente sigue ahí,
embotelladas en sus casas,
como luces que esperan
que nadie las apague
cuando llegue el alba.