Un poema es como un cementerio
donde cada palabra tiene su propio epitafio,
su historia, su sendero, su brizna de hierba, su cielo,
sus muros y sus verjas, sus flores marchitas, sus lágrimas,
su silencio, su ausencia. Un cementerio sumergido en una sima incalculable
donde cada lápida resguarda sus viejos retratos, sus sueños, sus delirios,
sus afectos, las cosas que le unieron al mundo y aquellas
que trascendieron; los rostros de los borrachos, los mendigos y los locos, que
se cruzaron a brindar por Dylan Thomas o por Baudelaire, y
las caricias que recorrieron los muslos húmedos
para apacigüar el vacío infinito que no cabe, ni cabrá en ningún feretro.
El absurdo de estar vivo se delimita en cada coma, en cada punto,
frágil estructura a un caos que se propaga, como un incendio,
si es que hubiera algo real que pudiera arder, que no fuera
la incertidumbre absoluta del tiempo.