Ahora que todo el mundo va con mascarilla
las miradas son más que nunca una ventana
el que no ha aprendido a mirar en ellas
tampoco sabrá cómo reconocerse en el espejo.
poética
Busco la soledad.
Busco la soledad,
pero no quiero que ella me encuentre.
Sé demasiado bien que esa historia
no tendría un final feliz.
Por eso me escondo en el recuerdo,
entre las estanterías polvorientas o
en el reflejo pálido
que me observa entre mis manos
con la vana esperanza de huir…
Entre tanto,
discuto mentalmente con cretinos
que arrojaría al infierno,
sino fuera porque éste
arde en mi mirada hasta consumirla,
debato los pros y los contras
de rendirme al vacío de ser,
sin estar al fin
y escribo
porque no tengo otra arma para combatirme.
Pero entonces
una fuerza invisible
se agita hasta sublevarme,
se revela como un negativo de lo que soy
cuando estoy sin ti
y comprendo
con la luz de un despertar tardío,
que la huida es una trampa
un farol descubierto
porque nadie,
ni siquiera la muerte,
puede escapar de ti.
A los jóvenes poetas.
Siempre fue así.
La poesía dialoga consigo misma,
como ballenas cantando por sobrevivir.
Por eso escribe, escribe, escribe…
En su melodia se levanta
un puente entre soledades,
una huida del «yo»
para encontrarse, después de todo,
en la claridad del «nosotros».
Escribe sobre sus grietas, sobre sus caleidoscópicos laberintos,
sobre sus umbrales luminosos y sobre tus nervios cristalinos.
Escribe sobre su mano cálida, la ternura de sus labios,
su miradas entre miles y su sexo caliente y generoso.
Escribe, escribe.
Porque es en ese viaje al fondo del espejo,
cuando todo es posible,
incluso la esperanza. Sobre todo la esperanza.
Así que vístete de arqueólogo en la búsqueda de tu verdad,
abre la tierra y sus mentiras, enfrentate a la injusticia,
a la mano vacía y la boca hambrienta,
a la bota de hierro y al poder que la maneja,
porque los sentimientos no tienen nombre,
y la palabra es una cárcel
donde no cabe ni cabrá nunca la realidad.
Por todo ello escribe,
escribe y sueña
despierto, en este infierno implacable y mezquino,
porque aunque la vida no tenga sentido
y seamos gotas de agua diluidas en el abismo,
este silencio nos da aire entre la muchedumbre como
materia eterna, raíces de lluvia, eco de cenizas
y hoguera del olvido. Por todo ello
escribe, escribe, escribe, escribe…
Resonancias.
Frío que despojas
las hojas hasta desnudar la escarcha
hacerla carne, rumor de hielo,
canto de alambre, crudo designio del marinero;
entonas la vibración infinita del silencio
en tus dedos, en tu nada, en la claridad oscura
del manantial seco. Tu cálido misterio alza
el eco que resuena en la llegada de la alondra,
como la música que colma el alma, y hace crecer
las negrillas entre la hojarasca furiosa.
fotografía: Luis Lafuente.
Cementerio.
Un poema es como un cementerio
donde cada palabra tiene su propio epitafio,
su historia, su sendero, su brizna de hierba, su cielo,
sus muros y sus verjas, sus flores marchitas, sus lágrimas,
su silencio, su ausencia. Un cementerio sumergido en una sima incalculable
donde cada lápida resguarda sus viejos retratos, sus sueños, sus delirios,
sus afectos, las cosas que le unieron al mundo y aquellas
que trascendieron; los rostros de los borrachos, los mendigos y los locos, que
se cruzaron a brindar por Dylan Thomas o por Baudelaire, y
las caricias que recorrieron los muslos húmedos
para apacigüar el vacío infinito que no cabe, ni cabrá en ningún feretro.
El absurdo de estar vivo se delimita en cada coma, en cada punto,
frágil estructura a un caos que se propaga, como un incendio,
si es que hubiera algo real que pudiera arder, que no fuera
la incertidumbre absoluta del tiempo.
Auto de fe.
Ahora lo sé
el amanecer ha abierto mis ojos
partiendo mi alma a cada lado de tu soledad.
No hay presente sin poesía, no hay presente.
No hay ciudades, ni castillos de arena,
no hay ríos helados, ni lluvia satisfecha,
no hay prados generosos, ni espejos amables,
no los hay, ni los habrá, si no palpita el corazón
cada verso inacabado, cada caricia, cada mirada,
cada parpadeo que te enmarca frente a mi.
Oh, tú, que atraviesas los limites de la piel del universo,
alimentando la voz eterna de las caracolas, tú,
eres el núcleo del diamante, la geometría perfecta,
la vendimia del deseo. Tú, meteórito solitario,
conservas en tu interior la memoria de las piedras,
la música del cosmos, las sandalias que llevaron a Dante
a cruzar el infierno, el aroma fresco del tabaco que aspiraba Whitman y
el hada verde que iluminó a Rimbaud. Tú, no puedes morir,
sin exterminar al hombre como guadaña certera,
sin arrasar las ciudades y derruir las montañas,
hasta que el amor se extinga y no quede ni el recuerdo de tu silueta agradecida.
Tú, no puedes morir, cuando más se te necesita,
cuando el mundo parece un agujero negro
sin horizonte de posibilidades.
Pero ahora lo sé, lo he visto en los pájaros, me lo ha dicho la lluvia,
no puedes morir, ni morirás, mientras en un rincón del mundo
sobreviva la esperanza y alguien pinte en una pared que:
estamos a nada de serlo todo.
Aunque al final de todo, no seamos nada.
No hay poetas.
Escucho la brisa
el mensaje incesante que brota del silencio;
su voz queda y misteriosa que penetra en la roca
haciendo resonar sus raíces como cascabeles.
Me pregunta si quedan poetas…
Le respondo que hace tiempo que se extinguieron.
Quizás aquel que contempló de verdad, con la náusea y desesperación
del que va a ser fusilado, o
el borracho que mira su vaso vacío y vislumbra su alma,
antes de pedir una penúltima ronda y así olvidar.
No puede haber poetas en una sociedad donde nada permanece.
Ni tan siquiera la palabra. Por eso
hay más poesía en un maniquí desnudo
que en nuestro imaginario colectivo, ese escaparate
donde todos estamos en venta.
He conocido personas más auténticas de madrugada
que en el claustro de la universidad, allí donde
el presunto SABER se pavonea engreído
con sus llamativos maquillajes. No puedes ser poeta
si nunca has amado de verdad; si no has estado dispuesto a morir
o incluso a matar, que es otra forma de morir. No puedes.
Olvídalo. Ser poeta es encarnar tu propia bestia, aquella que no atiende,
sino a su propio instinto de supervivencia.
Lo demás son juegos de palabras, malabarismos de pasarela,
incendiar los rastrojos sin jugarte la vida en ello.
Así que no lo intentes. Olvídalo. No tiene sentido.
Sino te juegas la vida en cada verso, nunca podrás sentir
que este instante, ahora, puede ser el último
en que escuches la brisa
el mensaje incesante que brota del silencio.
El beso más lindo de la historia
«Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.»
Julio Cortázar. Rayuela. (Capítulo VII)
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