Cuando el cuerpo duele nos lamemos las heridas como animales sofisticados y es estadísticamente fácil encontrar un remedio que posponga
la muerte. Elegimos vivir, elegimos
seguir sufriendo.
Cuando el alma duele recurrimos al amor, a su dulce consuelo, y si falla,
recurrimos a un amigo, a un terapeuta, a las drogas, a la poesía, lo que sea para sentir que ese dolor tiene un lugar entendible en el mundo. Hasta el punto que en ocasiones esa forma nuestra de padecer se parece tanto a la soledad, que preferimos no entender nada.
Cuando todo duele, los gritos son más sordos, no alcanzan a decir
y por eso, al final, se callan.