Siempre empieza igual:
una arruga en el entrecejo,
la mirada perdida y dentro de ella
un océano de dudas,
largo y profundo, como un suspiro.
Siempre comienza así y
reconozco
que hay veces que no sé ni dónde guarecerme
de esta mecánica agotadora.
Sería mucho más fácil saber siempre qué decir,
cómo mirar, dónde mover las manos;
pero para qué -me repito-
todos los que aparentan saber todas las respuestas,
en el fondo, me parecen aún más perdidos.