Análisis de mi último poemario por Sergio Chesán

Comparto las palabras que preparó el poeta y editor de la revista LitFem Sergio Chesán el pasado jueves en la biblioteca Andreu Nin. Infinitas gracias por tanto. Podéis seguirlo en Twitter @sergchesan. Os lo aconsejo.

PRESENTACIÓN “CUANDO NO NOS QUEDA NADA”, DE RAÚL VELASCO.

Gran calidad humana de Raúl. Empecé a leer a Raúl, no solo en sus libros, sino también en su blog. He de decir que para cualquiera que siguiera su blog creo que la evolución de su poesía de un libro a otro no es ninguna sorpresa, lo hemos visto progresar, yo a Raúl lo siento como un poeta cercano, como uno de esos poetas que suelo leer de vez en cuando, con cierta frecuencia.
Cuando uno lee a Raúl tiene la sensación de conocerlo. Digo esto como un halago, a muchos poetas, entre los que me incluyo, tenemos grandes dificultades para escapar a las máscaras de Dionisos con las que nos ocultamos. Pero Raúl se enmascara y desenmascara con facilidad: sabe conjugar el espejismo con la franqueza. Su poesía mezcla, además, elementos cotidianos con otros propios de la tradición. Su obra está a la vez permeada por la cotidianidad y por sus lecturas (referencias a Salinas, Deleuze, Nicanor Parra, Flaubert, Sartre, Lacan, Ángel González, César Vallejo). Aunque creo que eso es algo que nos pasa a todos. Nunca he creído que la literatura fuera un espacio autónomo, de hecho creo que esa idea no es sino un mito burgués. Lo cierto es aquello que escribes siempre está en parte condicionado por tu momento histórico y por tu experiencia vital, por eso a veces me parece un tanto redundante el término “poesía de la experiencia”.
Retomando, la poesía de Raúl refleja, quizás mejor que otras, su experiencia vital. En este caso quizás yo diría que Raúl es mucho más honesto que otros poetas, entre los que yo me encuentro, por ejemplo, que tienen más dificultades para reflejar esa otra parte de su vida, aquella no prestigiada por la tradición.
La poesía de Raúl tiene otras muchas características. Es una poesía del malestar, a veces incluso desde un antiheroísmo evidente, que en el fondo es otra forma de heroísmo, porque al igual que la antipoesía es una forma poesía, negarse a ser un héroe es otra forma de ser un héroe. Un malestar por la incapacidad de llegar al otro, por este aislamiento, ceguera recíproca, por la indiferencia que nos profesamos los unos a los otros, un malestar del que el poema, la palabra pretende ser, quizás, una última salvación:

“Una poesía que hable de ti, desde mí, que sea
el puente que nos una más allá de nuestros precipicios y
la brújula negra que nos guíe
por si apagan todas las luces”.
(Obstinada Ariadna)

Pero en los versos de Raúl también un malestar por el desprecio hacia la misma palabra como conjuro que invoca la otredad.
“No-mundos”, que empieza con una cita de Deleuze, nos dice que somos incapaces de entender el poder de la espuma (aquella de Boris Vian, o la del nacimiento de Afrodita), de la rotura, del colapso (el colapso de onda en la física cuántica) y de la multiplicidad que se abre tras el latido del universo, de esa “siembra de futuros” —en estos términos se refiere Raúl en otro de sus poemas— que es la poesía. Puede que la palabra esté muerta, pero es que la palabra no necesita sino de nosotros para vivir, para resucitar; necesita de nuestra articulación, aunque sea desde el dolor. Porque aquellos que hemos conocido la peor de las anestesias, sabemos que cualquier cosa es mejor que no sentir nada, incluso el dolor.
Raúl lo expresa perfectamente en un poema:
“Lo dijo Lacan y lo dijo Jesucristo: La palabra no sirve.
La palabra ha muerto. Larga vida a la palabra”

Poema que concluye así:

“Lo único que parece sobrevivir, como incompetente
suicida, es la esperanza. Sin su perseverancia, su frágil interés por sostenernos, solo queda elegir entre el dolor y la nada.
Yo me quedo con el dolor”.

Esta acaba siendo una declaración de intenciones de la que hablaré un poco más tarde.
Bueno, volviendo al tema que nos ocupa, a pesar de que estos versos puedan parecer una celebración del lenguaje, no es exactamente así. La poesía de Raúl es también una poesía consciente de las limitaciones de la palabra, que abjura de ella cuando es necesario, haciéndose eco de la tradición francesa, de los malditos, de Mallarmé, cuya poesía es en sí una destrucción de toda la poesía anterior, un exilio de la palabra en la palabra misma, negándole su poder como mediador de la realidad y dándole el papel de creador de una nueva irrealidad, de un mundo mágico de resonancias —muy al estilo del ideal simbolista que hemos encontramos a la perfección en la alquimia del verbo de Rimbaud— donde el poeta se refugia, donde vive rechazando el tiempo que le ha tocado vivir.
Pero ante la proclama de la nulidad de la palabra, Raúl encuentra el gesto, la caricia; invoca la alianza de la palabra y el gesto, ese que acompañaba al abracadabra, recordando la clásica comparación de la poesía con la magia.
Queda claro en otro de sus poemas, “El traje nuevo del rey”, donde Raúl nos dice:
“La revolución en cambio
necesita gestos que den sentido
a esas narraciones vacías.”

La palabra, en el fondo, maldita por naturaleza a no ser que más que un espectro, necesita de una materialidad, porque los fantasmas sin la carne pueden recorrer Europa, como nos decían Marx y Engels, pero, como ya nos dice el poema de Raúl, y como los dos alemanes sabían, las palabras solas no pueden hacer la revolución.
Volviendo a lo que a mí me interesa —ya que, no hace mucho, yo también analicé mi obra y me di cuenta de que toda mi vida había escrito solo contra la indiferencia—, creo que la obra de Raúl, sus poemas, son artefactos que explosionan en el interior de nuestros corazones con la intención de hacer latir lo que se ha parado. De decirte “eh, estás vivo, SIENTE, SIENTE”. Porque la palabra, el poema, por mucho que Gottfriend Benn dijera “yo no tengo sentimientos” —quizás enfadado por la constante relación de la poesía con el sentimentalismo barato— es imposible sin la emoción. Y esto no rebaja ni un ápice el valor de la poesía. No se debe escribir poesía desde la sensiblería cursi, pero el lenguaje no puede escapar de la emoción; entre otras cosas porque la separación entre razón y emoción es solo un artificio. No hay razón sin emoción y no hay emoción sin razón. Y tampoco debería haberlo. Así que —y ya termino— si algo promete desterrar la esfera de lo emotivo en pos de un mundo mejor, desechad ese algo. Sea lo que sea.

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