Estoy en un atasco
y, por momentos, pienso
que nunca acabará.
No debo ser el único que se siente
preso, en medio de la autopista,
esfinge en un desierto de almas,
sediento de palabras y libertad.
Pero como estoy en un atasco
me consuelo
pensando que cada coche
es una isla salvaje e indómita
por descubrir.
Observo al conductor que tengo a mi derecha,
preguntándome si es abogado o fontanero,
si está casado o le gusta leer a Pizarnik,
si prefiere el rock o los gatos,
y como si notara mi mirada se vuelve hacia mí
sin verme.
Confieso que yo
tampoco he distinguido en él gran cosa:
una impermeabilidad opaca,
la sombra de una sombra,
cómo un apagón en el cine,
un móvil sin batería
o el silencio que sigue
a un punto y final.