Folio en blanco.

Estaba a punto de rendirme ante aquel libro para no enfrentarlo nunca más. El sudor se desprendía por todos los poros de mi cuerpo y el ventilador, que zumbaba detrás de mí, no parecía lograr nada más que acompañar mi agonía con el chirrido de su rotación. Tenía deseos de agarrar el ordenador y arrojarlo por la ventana. Durante un instante lo imaginé caer, girando a cámara lenta, hasta despedazarse contra el asfalto. Sonreí. Sería mi asesinato particular. Aquello que me convertiría de una vez por todas en Meursault. Sólo que en este caso apenas sería extranjero en mi propio cuerpo, exiliado y encarcelado en la trastienda de mis ojos. ¿Por qué me esforzaba en escribir? ¿Para qué?

 

Creí entenderlo el verano que fui con Ana a ver la lluvia de Perseidas. Quizás las estrellas crean que los fugaces somos nosotros -le dije- diminutas hormigas que se piensan, mientras viven, eternas. Construimos así: imaginarios, sociedades, culturas -y otros delirios- relatos y soledades, como aquel que sueña con la chica del fondo antes de subir al último tren. Ana lo sabía, aquella chica era ella, siempre lo había sido. Me miraba atenta, con una dulce sonrisa, que invitaba paciente al beso. Siempre le gustó mi voz. Me pedía que le leyera poemas, relatos, artículos; sólo porque le sonaban mejor, que cuando ella los leía. Tienes alma de poeta. Me dijo. ¿Tú crees? A veces dudo de que haya algo en mi interior que no sean palabras. ¿Sabes? La palabra, su enorme poder, nos hace creer que todo es posible, que todo está por hacer, pero es mentira. Esa insignificancia casi absoluta -continué- que se revela como un fogonazo, sólo es comparable a la soledad más descarnada. ¿Te sientes solo? Me preguntó contrariada. Creo que elijo la soledad aunque me duela. Sentencié. Si tengo que elegir entre el dolor y la nada, me quedo con el dolor.

 

Aquel fue el principio del fin. Yo hablaba de mi existencia, de mi oficio como escritor, de mi enorme frustración al no cumplir los plazos, del vacío que me acompañaba siempre como un oscuro compañero de viaje. Ella, lo sé ahora, no pudo o no quiso entender que mi soledad, a su lado, era más llevadera, como un paliativo natural a la angustia que me enfermaba. Algo debía fallar en mi interior cuando lo único que me conectaba a la realidad era precisamente la ficción. Mi locura era creer que aquellos libros tras los que me parapetaba contenían más verdad que todo un mundo antes de ser nombrado. Cuando contamos una historia, hacemos que ocurra, me repetía como un mantra. Todo esto fue demasiado para Ana. Quizás pensó que con los años podría contagiarse, que languidecería como yo, anestesiada con güisqui barato y tabaco de liar. No la culpo. Nunca lo he hecho. Cada uno elige su forma de sobrevivir.

 

El cursor parpadeaba ante mí con la indiferencia de un corazón que late sin querer. El ritmo constante que marcaba era la contraseña que abría las puertas a la nada. Escribí: una enorme y succionadora nada que lo absorbía todo, las pantallas, los silencios, las miradas que no se cruzaban -ni se cruzarían-, los escaparates, las ofertas y las escuálidas tarjetas de crédito. Una nada cruel y homicida bombardeando: los horizontes de sucesos, los retrovisores quebrados, mis manos cansadas, los pasillos grises, la mirada somnolienta, el cansancio de aquel viejo reloj que no se detendría, hasta que llegara su hora y cantara su último amanecer. Una ingente e imposible nada, como el abismo que escondía mi reflejo, aquella noche y la rabia, insensible, al ver las noticias. Una nada absurda, categórica, acusadora y penitente, se esbozaba en las botellas tumbadas y sobre mi cuerpo pálido, incapaz de sentir más allá de la náusea y el hueco terrible que dejaba en mi sombra.

 

Aquello sería el final. Una vez escrito este último punto supe que me había equivocado al elegir las palabras. Aquella noche de verano debería haberle dicho: entre el dolor y la nada, me quedo contigo. Como en aquella canción de Los Chunguitos. Imaginé la escena, ella me sonreía y me besaba, me decía: te quiero. Pensé en lo mucho que costaba vivir y lo poco que costaba soñar. ¿Por qué escribir? ¿Por qué vivir? ¿Por qué morir? ¿Por qué soñar? Lo cierto es que a esas alturas todo aquello me daba absolutamente igual. Me sentía tan solo, que ni siquiera me apiadaba de mí mismo. Me refugiaba en el recuerdo porque era lo único que me quedaba. Respiré hondo. Al menos no has derramado ni una lágrima, me dije. Vacié de un trago el vaso y le di una calada a un cigarro. Miré la hora en el portátil. Eran las 6 y 20. Según Google quedaban apenas unos segundos para que llegara el amanecer.